Vista dominical
La ciudad está dividida en dos por un canal de agua ancho, anchísimo y navegado, anchísimo y abierto al cielo. Oleaje cobalto y trémulo celeste. Sentado al borde del malecón alcanzo a ver las cúpulas y las torres que gobiernan los altos vuelos. Veo las arboladas de los parques y los silencios de los domicilios. Surcan unos veleros el canal de agua que rompe el mundo de hormigón y edificios; trayendo los vientos y los domingos a mediodía, bajo el sol y entre los bañistas.
Veo, al otro lado, la oficina en que perezco de lunes a viernes, de nueve a cinco. Pero no hoy. Y tampoco tanto, la verdad.
Veo, al otro lado, las grúas que levantan los futuros brillantes del capital que no se preocupa de todo lo diminuto e imaginario, como la existencia del ser humano y sus ganas de vivir y de soñar y de ponerse las alas a primera hora de la mañana.
Veo, al otro lado, el bullicio ocioso del calor que camina entre las calles y se para en los quioscos estivales para comprar helados de frambuesa y dejar que caigan derretidos por todo el paseo gotita a gotita como si todavía pudiésemos salvar a Hänsel y Gretel de la bruja del asfalto y las expectativas.
Veo, al otro lado, el contrato social, ondeando en los mástiles.
Veo las gárgolas de las batallas perdidas. Veo la caída del Imperio Romano de Occidente, a pesar del kilometraje. Veo las gónadas del sistema representativo. Veo las ganas de contar estrellas. Veo los carteles de se vende. Veo a una pareja bailar despacito y muy de cerca a la sombra de un nogal.
Veo el hambre y las gaviotas. Veo las infinidades del amor. Veo a los cómplices del cambio climático riendo a carcajadas. Veo a los tres cisnes que siempre se supieron los más bonitos del desembarco. Veo las profundidades del brillar. Veo a la imaginación haciéndonos malabares. Veo el caminar oxidado de la muerte. Veo la sonrisa floral de los dientes de león. Veo la pausa.
Veo el atardecer, esperando su turno, a eternidades de distancia.
Y, la verdad, yo no sé muy bien cómo encajo en todo esto.
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