Precipitado

 




A veces camino por el borde de un paseo que cae al mar, poco más de metro y medio, como si el peligro fuera real. Como si el monstruo de la caída tuviera unas garras afiladas y fauces abiertas, y la capacidad de hacerme alguna clase de daño irreversible. Como si el monstruo de la caída alcanzara más allá de un ridículo momentáneo y una vuelta a casa de ropa empapada y purgatorio inocuo. 


He estado pensando en aquella vez en que salté al mar para impresionarte. Quien quiera que seas. Aquella vez en que metí el frío y los comienzos y las guerras carlistas en una caja de cartón que dejar a un lado y poder saltar sin lastre. Al mar. A todos los mares, digo. Porque yo sólo salto al mar para impresionar a alguien, me he dado cuenta; aunque ese alguien acabe siendo yo la mayoría de las veces. 


Un paso en falso, doy. Como si los tuviera de sobra. Y casi me precipito al monstruo y a su falta de garras y su falta de fauces y a su absoluta incapacidad de hacerme ningún daño. Sin embargo, recupero el equilibro y sigo caminando.


¿Sabéis qué? Me he dado cuenta de que le he estado cogiendo cariño al monstruo de la caída inocente. No sé. Es tan risueño y tan reposado y tan sutil, el monstruo. Tan suave y tan inocuo. A lo mejor un día me envalentono, me voy al borde del paseo, y le pregunto si quiere venirse a vivir conmigo. 


[Conmigo y con los otros monstruos de las caídas, quiero decir. Los que sí tienen garras afiladas y fauces abiertas y hambre. Los que son irreversibles. Los que sí son peligrosos.]

  


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