Verde niñez

 


Desde la ventana veo unos campos de verde pirueta en los que los niños corren detrás de un balón, riendo los tropiezos y las victorias de bolsillo. Jugando. Hace un sol radiante y la brisa que alguna vez vivió en el mar acaricia los árboles, al fondo. 


Y allí estoy yo, en mitad del césped y a los diez años con esa cara de mundo interior e ingenuidad perpetua. Tímido como una liebre. Con esos mofletes tan redondos y esos ojos tan grandes y todo ese miedo tan gigantesco que no me cabía del todo en el polo de manga larga y rayas horizontales que me había comprado mi madre aquella primavera. Con todas esas ganas de leer y de dibujar amontonadas en el pecho. Con toda esa falta de valentía en la boca del estómago, que siempre quería más. Con todo ese vértigo existencial. De pie, al borde del resto de mi vida. Sonriente y bobalicón. Cautivo de la niñez.


Sé que no puede ser que ese enano desorientado sea yo, o haya podido ser yo. Que no estuve nunca en mi vida infante en estos campos de verde nostalgia. Que por no estar no estuve en este barrio ni en esta ciudad ni en este país (ni en este cambio de perspectiva) hasta que tuve la vida asida a la osadía de mis veintialgunos y compré aquél billete de avión. Y, sin embargo, levanto despacio la mano y me saludo a mí mismo (y a mis diez años), con cuidado de no darme miedo; como diciéndome: verás como algún día todo tendrá sentido.


Y, la verdad, ojalá alguien que me esté viendo a mí en este momento pudiera decirme lo mismo.


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