Bandera blanca




Había, en mitad de la plaza mayor de Guadalvente, un mástil de bandera desnudo, vacío de nacionalismos al viento. Se cumplían siete meses de combate y escaramuzas. Los habitantes de la región, víctimas de un clima político volátil y una localización estratégica para la última campaña de la guerra civil, sólo concebían la paz en lo cotidiano.


Nubes de pólvora y metal sobre los campos de trigo. Truenos en el valle. 


Había, en la plaza mayor de Guadalvente, una tienda diminuta acurrucada en sí misma. Abierta siempre. Una tienda en que se vendía todo lo que no se podía comprar en el resto de comercios del pueblo. "Tenedores sin dientes, servilletas de petróleo, vasos perforados, cuadernitos sin papel" proclamaba la dueña Analía, y también "Vengan aquí a comprar todo aquello que anhelan, lo que no tienen en ningún otro sitio".


Aquella tarde entró en la tienda Omar Cortés, por primera vez en siete meses. Y se miraron a los ojos. Y se pararon los relojes sin manijas, se rompieron los espejos sin espejo, se desafinaron las guitarras sin cuerdas, se apagaron las velas sin llama, se pudrieron las manzanas de plástico, se estrellaron los aviones de papel. 

— Te he echado de menos, Omar.

 Y yo a ti, Analía. Pero ya no soy el mismo, me alisté en el ejército. Ahora soy una persona diferente: un soldado. 

— Lo sé. Pero te he echado de menos.


Omar se iría de la tienda con una bandera blanca de trapo y la promesa de volver a las dos semanas. Sin embargo, no volverían a verse hasta cinco años después; en el día que acabó la guerra. 


Cinco años después, habría en mitad de la plaza mayor de Guadalvente un mástil de bandera en el que ondeaba el blanco infinito. Blanco de tela y metáfora. Blanco de punto y final. 


Al pie del mástil se encontraba toda la población. Y todas las poblaciones vecinas. Y todas las posibilidades que se habían perdido durante la guerra. Se encontraron, también, Omar y Analía. 

— ¡Ha acabado la guerra! ¡Qué alegría más grande! ¡Ha acabado la guerra y tú estás aquí! No me lo puedo creer, Omar, ¡soy tan feliz! Recuperemos el tiempo perdido. Pasemos la tarde juntos. Vayamos a pasear junto al río y a subirnos a las ramas del cerezo y ponernos morados de vivir. 

Mientras ella hablaba Omar se hundía en un mar de lágrimas.

— Qué alegría más grande encontrarnos, y qué pena más marchita. Qué pena más asfixiante. Qué pena más puntiaguda y voraz. Qué pena de alambre de espino y de cristales navaja y de caída sin fondo. Estoy muerto, Analía. Morí en la guerra dos días después de haber estado en tu tienda la última vez. 

Mientras él hablaba Analía se ahogaba en un océano de sueños rotos y llanto. Pudo, sin embargo, decirle una cosa más. 

— Quédate esta noche, antes de que el viaje sea definitivo.


Y así, cada día Analía pediría a Omar que se quedara con ella una noche más; y él, lleno de amor y de esperanza y de ternura, lo haría. 

 


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