Ciento cuarenta y uno, 5 A







La casa de mis abuelos olía a sopa recién hecha. A sopa recién hecha y a domingos de otoño. A crucigramas autodefinitivos. Sabía a jamón serrano y estaba pintada de carboncillo. Estaba pintada de águilas de papel y periódicos teleinvisibles. Respiraba cálida, a madera y punto. Miraba inteligente, con dos pares de ojos azules y cuatro pares de manos infinitas; abrazaba.

Y nunca ha dejado de hacerlo. 

Aún después de los hospitales y los pasillos blancos y las navidades negras y las luces secas, aún después de los condicionales y las frases hechas y los hechos queja; y de los muebles de madera y después del brasero, aún.

Después de los dos pares de ojos azules y los cuatro pares de manos infinitas.
Sigue abrazando lo mismo, aunque ahora duela.




 

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