Anti-tesis dominical
Sé de la existencia de montañas de estudios pedagógicos y tesis de investigación sobre el proceso de enseñanza-aprendizaje de la lectura. Sé que existen centros educativos creados ex profeso para ello y que hay torrentes de obras didácticas que profundizan en este tema que es tan importante como complejo. Lo sé.
Pero es que yo lo recuerdo tan tan sencillo.
Aprendí a leer un domingo de otoño, a las once de la mañana.
Con la mirada ingenua, los ojos abiertos de par en par y arrastrando los pies. Recién levantado.
Aprendí a leer en la casa en la que crecí, sin cita previa ni ceremonia preparatoria. Aprendí a leer casi de sopetón, al entrar al salón y ver a mis padres cada uno en un sillón con un libro en las manos y la paz de estar viajando juntos a universos distantes.
Así, sin más, aprendí a leer. Y recuerdo coger un libro chiquitito yo también y sentarme con ellos. Zambullirme en páginas y mundos de papel. Y desde aquel día, no he dejado de hacerlo.
Aprendí a leer así, de niño, y menos mal.
Ahora bien, os digo: ojalá aprender a escribir también.
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